sábado, 31 de enero de 2009

EN TRES PASOS

Primeras palabras: “Pareces un buen tío”…
-sin pausa- “tengo ganas de comertela,
de que me folles bien”

Y minutos después,
tras una protocolaria invitación a café,
más verdad desnuda: “Vente a casa, con mi amigo”.

Si 10 minutos dan para tanto contigo,
¡qué no llenará una tarde!

martes, 6 de enero de 2009

En un Hamman de Marrakech

(Fragmento de mi diario de viaje)


En el trayecto de regreso a Marrakech, después de días de trekking en el Atlas, empiezo a fantasear sobre el encuentro con mi soñado príncipe moro. Apenas presto atención al paisaje, tan perdido estoy yo en mi fantasía.

Mis compañeros y yo deambulamos por las calles de la medina, siempre próximos a la plaza principal. Pero después de comer decido marcharme solo, a buscar un hamman. Además de hedonismo, voy buscando estímulos diferentes a la compañía de mi grupo. Deambulo por la ciudad, preguntando, hasta que, después de haber sido expulsado de uno en horario femenino, doy con un chaval con un excelente inglés que, después de un intento infructuoso con un sitio para turistas, me presenta a un gancho. Éste me conduce a su vez a un hamman de verdad, para gente local (sitio en el que ya me había fijado yo, de pasada). A pesar de no estar preparado, y ser manifiestamente un robo, entro.

El masaje o el lavado en si mismos no son nada especial: escasos minutos de intenso dolor, de ardiente piel (a saber cuantos pasaron antes por ese guante de crin). La compañía es más interesante: hombres de mediana edad demorándose en su cuerpo, sistemáticos o tal vez voluptuosos; chavales preparándose para el sábado noche, o buscando allí una ¿nueva? experiencia; amigos disfrutando del agua y del calor, de su propia desnudez y honestidad expuestas sin pudor. Son éstos los que más me confunden y atraen. Al principio pienso que el más joven está contratado por los otros dos (y lamento mi suerte por no ser el mío). Pero luego los juegos, las bromas, los íntimos contactos mutuos dejan claro que son pariente o amigos muy próximos. Posiblemente amantes encubiertos, o al menos debieran haber descubierto los placeres del sexo juntos.

¡Que envidia! Por no estar entre ellos, por no compartir esos momentos. Mientras los observo de manera casual, tengo tiempo de fijarme en el entorno: la blancura impoluta de azulejos alicatando hasta la bóveda, las escasas aberturas en lo alto, que conceden la necesaria intimidad. Aunque no intencionada, probablemente, también la media luz para los juegos de desconocidos, de forasteros no solo de agua y limpieza necesitados. Los grifos de agua caliente, siempre abiertos, derramándola en los baldes; el flujo constante de éstos, de mano en mano, derrochando agua y guiando el deseos por pieles desconocidas. El calor y la humedad, sofocantes, que apenas me permiten pensar. Sólo sentir; lo único que permanece es el deseo. Las brumas invitan a la ensoñación, y yo, naïve, evoco a mi jeque moro.

Hasta que aparece un joven: alto, extremadamente musculoso a pesar de su delgadez, marcadamente moreno. Los rasgos, más que negroides, me recuerdan a los coptos, a los antiguos egipcios. Me mira de soslayo. No una, sino múltiples veces. Apenas un instante cada vez, nunca lo suficiente como para dejarme claro que él, como yo, busca también algo. ¿Qué piensa él? ¿Tal vez siente curiosidad por el extranjero? Luego me diría que creyó que era un fundamentalista, con mi apariencia árabe (probablemente mis antepasados semitas se manifiestan en más de un rasgo) y mi descuidada barba; por mi seriedad y distanciamiento, que no son más que el resultado de mi prudencia, mi reserva y de cierta timidez.

Le sigo de sala en sala, en un peregrinaje a diferentes temperaturas. Mas que por lujuria, por desconocimiento, pues el que ha sido mi guía en las costumbres del hammam marroquí, mi masajista, ha desaparecido. Los contactos visuales, esos breves puentes que pueden abrir o cerrar mundos, continúan, así como mi incertidumbre. Hasta que finalmente nos encontramos en la sala inicial, en donde otros hombres se desvisten o se arreglan después del reconfortante baño. Después de la charla, de las confidencias; del contacto de la piel contra otra piel, igualmente masculina.

Y mi guía, ahora sí, actúa no solo de cicerón a través del submundo local de Marrakech, sino, inadvertidamente, de celestino. Pues me habla en inglés, y con ello delata mi origen extranjero: muestra la libertad y la seguridad, la posibilidad.

Aun así mi bello marroquí persiste en su discreción. Las miradas alargadas en duración, nunca son manifiestamente invitadoras. Ni los espejos son nuestros ayudantes. El señor es el tiempo, la demora innecesaria en cada movimiento, ralentizado hasta el extremo: la toalla que pasa una y otra vez sobre el mismo músculo, que se coloca y recoloca sobre los genitales, sobre las piernas. Los suaves movimientos de éstas, para dejar expuestos sus atributos, su juguetón pene, que se bambolea, perezoso, en esa improvisada guarida.

Yo me seco, me desnudo completamente, pues dentro de la agobiante sauna no pude despojarme de mi ropa interior (el pudor marroquí domina). Me exhibo brevemente. Me pongo a la venta, muestro todas mis cartas, antes de continuar con el ritual de la lenta vestimenta.

No, no hay señal clara. No hay un tocamiento, una mirada lasciva, una erección incipiente. Y aunque en cualquier otro sitio estaría seguro de este secreto cortejo, comienzo a darme por vencido; termino de vestirme, acompasandome a su ritmo, no queriendo desaprovechar esos últimos momentos, esa ultimas oportunidades.

Una propina a mi masajista, y salgo tras mi fibroso moreno. Su paso, lento, delata que me espera. Callejeamos juntos por la medina, en una persecución inconstante en la que a la menor oportunidad el perseguidor se convierte en caza. Aun así, mi perplejidad aumenta, pues no atisbo ni una mirada, ni una sonrisa.

Ya en una calle principal se sienta en un café. Yo, tal vez agotado de la tensión o del hamman, me dejo caer, decepcionado, en un banco de piedra del cercano parque. Y para mi sorpresa, dejando su bolsa en la silla, viene a mí, directo, para invitarme a un café, a charlar: en francés, en inglés, en las pocas palabras de español que conoce. Y mientras tomamos a pequeños sorbos un caliente té, nos contamos, nos preguntamos, nos miramos directamente, por fin. Juntamos breve, sutilmente, nuestras manos mientras le doy fuego y él aspira una calada de un cigarrillo. Y nos percatamos de la imposibilidad de un encuentro más íntimo. Ni en su pensión ni en mi hotel: no hay posibilidad.

Le señalo mi pantalón, el persistente bulto que delata mi erección, más evidente e incomoda al haberme quitado el húmedo slip. Él, azorado, mira a su vaso, cambia la conversación. Me habla de sus proyectos, de sus viajes a Paris buscando libertad. Discutimos sobre Oriente y Occidente, sobre igualdad y la avanzada legislación española. Me sorprenden sus puntos de vista: un homosexual automarginado. Supongo que no puedo llegar a entender lo que es ser gay en una sociedad tan machista, tan segregada, tan conservadora; sabiendo que con solo cruzar el estrecho se cambia de milenio. Lo difícil que debe ser mantener la dignidad.

Me invita a ir con él una semana a su ciudad, pues él, como yo, parte al día siguiente. Tendremos que esperar. Y nos prometemos, aunque ambos, experimentados en estas lides, sabemos que no ocurrirá, escribirnos; continuar la conversación desnudos, en una cama. Culminar el sueño, la evocación en la bruma del hamman. Desaparece en la oscuridad de la alameda, según se aleja hacia el parque de la mezquita. Ese parque que no ha querido explorar conmigo ... como apareció, sí, la evocación en la bruma del hamman.

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