Me
pregunté qué haría allí:
un fundamentalista dando un masaje.
El
vaquero, tan actual,
me hizo sospechar.
Me
intrigó el contacto, tan persistente,
en mi columna:
Arriba
y abajo, trabajada;
los tiempos divididos de desigual manera.
-
no creo que el hueso sacro para tanto dé -
La
delicadeza, firme y sin dudas,
con
la que el primer centímetro de la toalla bajaste,
saltó la primera alarma.
Pero
tus manos se deslizaron por mi espalda,
amasando
mis brazos,
para detenerse en mis manos.
¡Con
qué intensidad se amoldaron las cuatro!
Pienso que ese fue el verdadero disparo.
Y
regresaste a mis vertebras.
Y más abajo: segundo centímetro.
El
tercero,
después
de repetir el contacto de las manos,
te lo concedí yo.
Pero
hacía frío, no me entendiste sobre el aire.
Tiritando,
casi con espasmos, no pude evitarlo:
Todo se derrumbó.
Mas
terminó siendo irrelevante.
Volvimos a recrear la complicidad.
Sin
nada que perder
-
en ti la erección era también evidente -,
me giré y me mostré.
Sin
tiempo, cuchicheamos sobre el cómo:
Otro masaje, o mi habitación.
Temeroso,
sentenciaste: “imposible”.
LO
mejor, el firme contacto de sus manos,
ese sincero apretón.
De
espaldas, sin verlo, solo así,
fui todo suyo.